Los vicios se escondian delirantes junto al crepúsculo dorado. Los placeres se
recostaban a la par de la pesadumbre árida del viento. Quejumbrosas las
emociones ahogaban sus gritos carnales colmando la boca de una masa
amarga intangible. Tan solo quedaban bailando al compas de la decepción
dos almas solitarias que vagaban sin rumbo por aquel país de nunca
acabar. El final se asomaba entre los pensamientos, pero era tan lejano
como improbable. Una de las almas, la femme, se desplomó en el suelo de púas y
comenzó a arrancarse los cabellos gritando desconsolada. Oídos sordos.
El otro alma continuaba vagando, valiéndose de un tacto ficticio en
aquella nación de la nada. El alma desconsolada arremetió las manos
contra las púas y consiguió arrancar una de ellas, sin pensarlo se
punzó los ojos hasta destruirlos por completo y se recostó dispuesta a
esperar una muerte poco probable. CONDENADA.
El alma
errante tropezó con el cuerpo marmóreo de aquel alma desconsolada y se
acurrucó a su alrededor. Yacían juntos en medio de un mar de sangre
infinito, obscuro. Besó las cuencas de sus ojos y bebió su sangre, se
alimentó de su dolor y arañó los espacios recónditos de su pena. No
necesito valerse del tacto. Admiró con deleite la negación de la vida y se llevó consigo toda esperanza de muerte.
Las
lágrimas carmesí bañaron el cuerpo del alma desconsolada, un río de
sangre que no tenía fin, una condena eterna. El sufrimiento palpable de
un pecado carnal. Un limbo de desgracia, edén de horror. Purgatorio interminable.
Dos
almas. Una desahuciada rogando perdón y otra alimentándose del dolor
ajeno, envenenado una condena para embellecer la propia.
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